Etiquetas: DDHH, Derechos de los niños
La cajita feliz
Otra contribución, esta vez desde la revista mexicana El Replicante...
EL PASADO 6 DE DICIEMBRE EN ORLANDO, Karla, de nueve años, llegó a casa con su boleta de la escuela. Su padre se enfadó: no por las calificaciones de su hija, sino porque en el sobre oficial de la boleta se encontró con la inconfundible figura de Ronald McDonalds que, sosteniendo alegremente la icónica M, anunciaba que invitaría una Cajita Feliz a todos los niños que obtuvieran buenas calificaciones en ese periodo escolar. En la página de McDonalds uno puede constatar su orgullo por apoyar al condado seminola de Florida y a sus escuelas públicas alimentando a los niños listos con Cajitas Felices. Y aunque no es secreto que los niños están expuestos de la cuna a la tumba a la imparable publicidad de ese restaurante, algunos padres de familia piensan que obtener un McPromedio Escolar sí que es demasiado.
Pero en otra ciudad, Andy, de cinco años, miraba perplejo a una mujer que le había preguntado qué le gustaba pedir cuando iba a McDonalds. La madre de Andy responde por él: “Nunca ha ido a un McDonalds, somos vegetarianos”. Escandalizada, la interrogadora reprocha a la madre de Andy: “Pero ¿no te sientes mal de que Andy nunca sabrá lo que es una Cajita Feliz?” Tal vez la madre de Andy soñó aquella noche con un Andy adulto recostado en un diván y con un psiquiatra garabateando aceleradamente, al tiempo que Andy confiesa: “Nunca supe lo que era una Cajita Feliz”.
¿Qué es una Cajita Feliz? Pues además de 710 calorías, 28 gramos de grasa (transgénica en un buen porcentaje) y 35 gramos de azúcar, lo cual resulta en una comida altamente adictiva, la Cajita Feliz es un envoltorio vistosamente decorado y la promesa irresistible de un juguete. En 1979 un buen McEmpleado inventó la Cajita Feliz (o debiera decir, se robó la idea de un restaurante canadiense que ya incluía juguetes en su menú para niños) con el propósito de promover a McDonalds como un restaurante familiar, sobre todo para familias con niños muy pequeños. La primera Cajita Feliz fue la Circus Wagon Happy Meal, que contenía una hamburguesa con queso, papas fritas, una galleta, una bebida a elegir, todo en tamaño infantil, y un juguete (en aquellos tiempos, un libro de crucigramas, un sello, una mini-cartera, un brazalete o un borrador en forma de un personaje de McDonalds). En diciembre de ese mismo año se inició la fiel y duradera relación entre McDonalds y la industria cinematográfica con una Cajita Feliz que contenía un juguete de Viaje a las Estrellas.
La Cajita Feliz es de verdad una ecuación irresistible para los niños, una ecuación que no funciona por separado: la adictiva comida es a veces sólo mordisqueada, el vistoso envoltorio pocas veces es realmente visto por los niños y el juguete muchas veces ya fue olvidado o destrozado cuando se llega a casa. Pero la combinación de todo es lo que le ha dado el triunfo en el mercado de la comida rápida para niños. Y, por supuesto, está el factor de repetición que añade la imparable publicidad.
El pasado octubre, en Melbourne, Australia, se hicieron públicos los resultados de los terceros Children’s TV Food Advertising Awards (algo así como los Premios MTV, pero sin alfombra roja y con más tomatazos que estatuillas), organizados por una asociación de padres preocupados por el exceso de publicidad dirigida a los niños. El ganador del Pester Power Award (“Premio al Poder del Fastidio”) fue por supuesto para McDonalds y su Cajita Feliz en forma de pantalones de Bob Esponja. Y volviendo a Florida, recuerdo a Tom, de siete años, vestido de pies a cabeza con ropa y accesorios de Bob Esponja, quien durante una visita familiar y después de horas de rogar “I want a Happy Meal! I want a Happy Meal!” forzó a su inepto padre a salir de un restaurante cinco estrellas para ir a un McDonalds.
Familias obesas, altos niveles de mortandad por diabetes, un exitoso documental (Supersize Me) y una que otra anécdota bizarra (un condón y un churro de mariguana en Cajitas Felices, el primero en Nueva Zelanda, el segundo en Illinois) han logrado que por fin se piense en reglamentos más serios respecto de la publicidad infantil que encabeza McDonalds, que se relacione directamente el problema de la obesidad en menores con la comida rápida y que comience a cuestionarse el matrimonio entre Disney y McDonalds. Sin embargo, la petición de que la publicidad de comida chatarra se retire del horario infantil de televisión ha sido rechazada varias veces, la información que McDonalds ha sido forzado a dar sobre sus alimentos es incomprensible para la mayoría de los consumidores (a excepción de las impactantes novedades científicas en la sección infantil que declaran “La leche es fuente de calcio” o “La carne ayuda a las mentes curiosas a pensar”). Y a pesar de que en un principio pareció que Shreck III no formaría parte del McMenú, al final el ogro tragó su hamburguesa, gran desgracia para una película que rompe con los arquetipos más rancios sobre la apariencia y la sociedad. Y en diciembre tuvimos a Bee Movie en la Cajita Feliz. De hecho, la única película para niños que se ha abstenido totalmente de promover o ser promovida por comida chatarra es Harry Potter, pues la autora del libro no lo permitió.
En definitiva, la Cajita Feliz es y seguirá siendo una cuestión de padres e hijos, padres que compiten contra un sistema capitalista sin escrúpulos o padres que son servidores o creyentes de éste; hijos que nacen al alcance del producto (y no el producto al alcance de los hijos) de los cuales muchos aprenderán pronto a pedir a sus padres todo lo que la publicidad los convence de querer obtener.
“Los niños son nuestros clientes”, es la respuesta en la página de McDonalds a la pregunta “¿Por qué hacen anuncios para niños?” (“y seguiremos haciéndolos”, está escrito en otro lado). En efecto, los niños de dos a siete años son los principales “clientes” de la Cajita Feliz, a pesar de que el dinero no sale de sus bolsillos. La publicidad de McDonalds está dirigida a esa edad en la que, según afirman psicólogos, no se distingue aún claramente entre lo que son familiares, amigos o un payaso imaginario y capitalista que salta y juega en la pantalla de la televisión. Y mientras tanto en la página de McDonalds toda queja sobre publicidad se responde con la McRespuesta: “Los padres deben estar al tanto de lo que sus hijos comen cuando vienen a nuestro restaurante”. Siempre promoviendo la unidad familiar, la sección para niños tiene como slogan el mensaje “Happy Kids. Happy Moms. Happy Meals”, algo así como “De tal McPadre, tal McHijo”. Y como inspirado por el niño que en Supersize me confundió a G.W. Bush con Jesucristo, se lee además: “Hay un Ronald McDonalds en todos nosotros”.
Afortunadamente, compruebo que quedan algunas señales de resistencia infantil o al menos de reflexión aguda cuando Naiki, de siete años, le pregunta a su padre al pasar frente a un McDonalds: “Papá, si la Cajita Feliz no trajera juguete, ¿sería Cajita Infeliz?” Tal vez nunca lo sabremos. ®
ELISA CORONA AGUILAR, escritora, está antologada en El hacha puesta en la raíz (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006).
Etiquetas: Consumo, Publicidad, Sociedad
Ensayo del mes
Qué es una nación
José Sols Lucia
Siglos más tarde, en la Baja Edad Media, en Inglaterra, se llamaba “nation” a un grupo de estudiantes procedentes de una misma región. Los colonos europeos de Norteamérica denominaron “nations”, en inglés, a los pueblos indígenas, aunque, más tarde, cuando al nuevo país se le denominó “nation”, aquellos pueblos pasaron a ser llamados “tribus”, “tribes”. Además, los juristas ingleses del siglo xvi traducían la expresión “ius gentium” como “derecho de las naciones”, y a finales del siglo xviii, Jeremy Bentham incorporó en su lugar la expresión “derecho internacional”, que ha llegado hasta nuestros días: “internacional” significa “entre naciones”.
La nación de nacionalistas. En el siglo xix, el Romanticismo, movimiento cultural de carácter historicista, se autobautizó como “renacimiento cultural” de aquello que se estaba perdiendo con la racionalidad científica propia de la Ilustración. Con él apareció una nueva idea de nación, entendida como toda aquella colectividad, ligada a un territorio relativamente grande (región, Estado, pero no ciudad), enmarcada en una tradición cultural que incluía idioma, literatura, historia, mitología, pintura, música, arquitectura, danza, festividades, juegos, costumbres y estilo de vida. Aquí el peso semántico ya no estaba en la ciudadanía, sino en lo cultural. Frente a la “nación de ciudadanos”, tenemos ahora la “nación de nacionalistas”. No siempre fue el concepto de “nación” el que canalizó este renacimiento cultural. También lo hicieron la palabra “región” y la palabra “renacimiento” (por ejemplo, la “renaixença” catalana).
Si en la “nación de ciudadanos” hablábamos de “sociedad”, en la “nación de nacionalistas” tenemos que hablar de “comunidad”. Aquí, la nación es una comunidad formada por miembros que comparten cultura e historia. Si la sociedad de la “nación de ciudadanos” era simplemente el espacio de convivencia armónica de ciudadanos en un mismo Estado, la comunidad de la “nación de nacionalistas” comporta una identidad cultural e histórica colectiva. Las cosas se van complicando. En la nación de los nacionalistas, lo primero es el colectivo, la comunidad, y los individuos descubren su identidad en su relación con el colectivo. Hay un desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo. Entramos en categorías veterotestamentarias, semíticas: en el Antiguo Testamento, era antes el pueblo que el individuo. El marxismo retomó este lenguaje colectivista: es antes la clase obrera que el individuo. Y la teología de la liberación hizo lo propio en la América Latina de los años 70: es antes el pueblo que el individuo.
Un mismo peligro. Paradójicamente, en ambas concepciones de nación, aparece el mismo peligro. En la “nación de nacionalistas”, el desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo provoca que las personas concretas y reales sean disueltas y burdamente clasificadas en “una” cultura, “una” nación, “una” historia, “un” idioma, lo cual puede ser nefasto si pensamos que la realidad humana suele ser mucho más compleja y matizada. En la “nación de ciudadanos”, en ocasiones se ha actuado en la práctica como “nación de nacionalistas”, evitando utilizar el lenguaje propio de ésta. Por ejemplo, Francia es un país aparentemente modélico de nación de ciudadanos, y sin embargo no le tembló el pulso cuando reprimió idiomas distintos al de Molière: el bretón, el catalán, el vasco, algo menos el alsaciano. La teórica nación de ciudadanos resultó ser en la práctica, en ocasiones, una nación de nacionalistas. Los antinacionalistas reivindican el concepto de “nación de ciudadanos” y se resisten a reconocer la componente nacionalista que hay en la realidad de la nación jacobina.
Y con el siglo XX llegó la confusión. Así, entramos en el siglo xx con dos significados de la palabra “nación”: el jacobino (“todos los ciudadanos de un Estado”) y el nacionalista (“todas las personas que comparten una misma tradición cultural y un mismo territorio”). Aunque la expresión “ius gentium” ya daba una cierta idea de que cuando hablábamos de “naciones” nos estábamos refiriendo a “Estados”, pues son éstos los únicos que pueden legislar, el lío semántico de hecho llega cuando, tras la Primera Guerra Mundial, surge una organización que pretende garantizar la paz en el mundo, una institución que, en lugar de llamarse “Sociedad de Estados”, se denomina “Sociedad de Naciones”. Por si esto fuera poco, tras el fracaso de esta institución con el ascenso de los fascismos en los años 30, el organismo que le sustituye tras la Segunda Guerra Mundial no escoge otro nombre que éste: “Organización de Naciones Unidas” (ONU).
La confusión está servida. Se identifica “nación” con “Estado”. A partir de este momento, cualquier colectividad humana que se sienta nación deberá tener un Estado propio, pues de lo contrario no será nada en el panorama de las “naciones” del mundo. Esto introduce una lucha agotadora por el problema del reconocimiento, el gran problema identitario de los nacionalismos: mientras Cataluña, Euskadi o el Kurdistán no tengan Estado propio, no serán consideradas “naciones” en el atlas mundial; en cambio, sí están ya reconocidos como naciones pulgarcitos como San Marino, Liechtenstein, Andorra o Luxemburgo. Absurdo.
Mucho mejor nos habrían ido las cosas si no hubiéramos identificado “nación” con “Estado”. De no haberlo hecho, habríamos tenido, por un lado, sin duda, un atlas de Estados, y por otro lado, seguramente, algo así como un atlas de naciones, dado que éstas no serían lo mismo que aquéllos. Las naciones habrían podido existir y ser reconocidas sin la necesidad de tener un Estado propio. ¡Cuántas angustias y cuánta sangre nos habríamos ahorrado! Si se me permite un mal ejemplo: la denominación de origen de los vinos (Burdeos, Rioja, Priorato) no necesita de un Estado propio; es una realidad identitaria con fuerza en sí misma. Algo así habrían sido las naciones sin su supuesta equiparación con los Estados: realidades culturales y sociales con fuerte entidad, sin depender de su equiparación con un Estado. Otro ejemplo, quizás mejor: el nacionalismo gallego.
Hacia una superación del problema. El problema que tiene el concepto de “nación” es que no logra sacudirse de encima su origen etimológico: “nasci”, nacer. Así, la supuesta “nación ideal” sería aquella colectividad humana, con conciencia de tal colectividad, que compartiese una tierra, que fuera la misma en la que nacieron, vivieron y murieron sus antepasados; una colectividad en la que se hablase un mismo idioma, único y distinto al de sus vecinos; con unas tradiciones, unas costumbres, un cierto estilo de vida común; y con suficiente riqueza, poder y voluntad para constituirse en estructura política independiente. El problema es que esto hace muchos años que dejó de existir, si es que realmente existió alguna vez.
El mundo en el que entramos, global, hace imposible este cuento de hadas. Por ello, conviene que seamos maduros y partamos de la realidad histórica. Y conviene que conservemos sólo lo mejor del nacionalismo y desechemos para siempre lo peor. Lo mejor ha sido el logro de la vida en común en sociedades modernas relativamente grandes, muy distintas de las medievales y de las antiguas: compartir idioma o idiomas, costumbres, cultura, geografía. Lo peor ha sido la reducción de la complejidad de la realidad humana a una comunidad uniforme y monolítica, no respetuosa de la pluralidad interior, donde el individuo queda sometido al clan; una comunidad que necesita de un enemigo exterior para poder conservar su supuesta identidad colectiva; una comunidad vampira que necesita la sangre del enfrentamiento para poder tener identidad.
En el siglo xxi, el debate acerca de qué es una nación es estéril por la confusión semántica que se ha creado en el siglo anterior. Todo apunta a que vamos a arrastrar este equívoco durante décadas, quizá siglos. Si nos propusiéramos acabar con él, habría dos caminos posibles para lograrlo: 1) cuando nos referimos a un país, hablar siempre de “Estado”, y nunca de “nación”, como hacemos con la Organización de Estados Americanos (OEA), y dejar con ello el término “nación” sólo para expresiones culturales. O bien, 2) cuando nos referimos a un país, seguir hablando de “nación”, y buscar entonces un término alternativo para la identidad cultural; sugerimos “pueblo”, o quizás en plural, “pueblos”.
No parece que esto se vaya a resolver pronto: pensemos en Cataluña, Euskadi, Irlanda del Norte, Palestina, Kurdistán, Bélgica, Sáhara Occidental, Chechenia, India, realidades históricas donde no se ha logrado una articulación de lo nacional, lo político, lo cultural, lo lingüístico, lo geográfico, aceptada por todos los miembros de una misma sociedad. Más que en la clarificación semántica, siempre deseable, el gran reto está en la construcción real de sociedades, con expresiones culturales constituidas en unidad estructural, vertebradas políticamente a partir de un abanico de individuos y comunidades tan amplio como sea necesario.
Asi reseñó El Tiempo los disturbios en Haiti
Disturbios alimentarios
Patrick J. Michaels *
Haití siempre ha sido un país caótico. Sin embargo, este mes experimentó un nuevo tipo de violencia: un disturbio alimentario provocado por la intención de los países ricos de combatir el calentamiento global. Los haitianos se tiraron a las calles demandando que su gobierno haga algo acerca del alto precio de los alimentos básicos. Disturbios similares ya se han registrado en el sudeste asiático y África. Es de esperarse que lo mismo ocurra pronto en América Latina, donde los altos precios de ciertos granos han llevado a las autoridades a elevar su grito de protesta ante organismos internacionales.
Los precios de los alimentos están subiendo. Durante gran parte de los 90 y hasta el 2005, el precio de la soya en la Junta Comercial de Chicago había permanecido relativamente estable, al ubicarse en 60 dólares, aproximadamente, la fanega. Desde entonces se ha disparado en un 150 por ciento hasta llegar a 156. El maíz se ha duplicado hasta llegar a 60 dólares. Los precios del trigo se han triplicado.
Todo comenzó en Estados Unidos con la Ley de Política Energética del 2005, la cual establece un aumento de la cantidad de etanol que debe mezclarse con la gasolina. Esta ley fue promovida como una manera de reducir la cantidad de dióxido de carbono que emitimos para disminuir así el temido calentamiento global. Hoy, el 15 por ciento de la cosecha de maíz está siendo destilado para la producción de etanol.
La ley requería la producción de 4.000 millones de galones de etanol para el 2006 y luego un aumento anual de aproximadamente 700 millones de galones. Peor aún, el presidente Bush, citando al calentamiento global en su informe a la nación del 2007, hizo un llamado a producir 35.000 millones de galones de etanol para el 2017 con el fin de reemplazar un 20 por ciento del consumo actual de gasolina con dicho elíxir. Esto es cinco veces la cantidad dictada por la Ley Energética.
¿Tendrá algún impacto la fiebre por el etanol en reducir el calentamiento global? Veamos los números.
Estipulemos que, de hecho, un 20 por ciento del consumo actual de gasolina en Estados Unidos es reemplazado de alguna manera. El transporte constituye aproximadamente un tercio de las emisiones estadounidenses de dióxido de carbono, por lo que la medida reduciría las emisiones totales en un 6,7 por ciento si el etanol no contribuyese con gases de invernadero adicionales a la atmósfera. Todo el mundo sabe que este no es el caso y muchos estudios indican que reemplazar la gasolina con el etanol de hecho libera más dióxido de carbono en la atmósfera que simplemente quemar la gasolina.
No obstante, asumamos que se dé un ahorro de 6,7 por ciento en las emisiones. Basándonos en información reciente, el número de carros en las calles aumentará en este mismo porcentaje en aproximadamente cuatro años. ¿Qué significa eso? Que se evitaría 0,01C° de calentamiento global durante el próximo siglo. Uno experimenta este cambio de temperatura en el ambiente durante cada segundo de su vida. Ahora extienda esta política a todas las naciones del mundo en los cuales hay un número considerable de carros (llamados países 'Anexo 1' por las Naciones Unidas), y la cantidad de calentamiento que no ocurriría sería de 0,03C°. Nadie nunca podrá lograr detectar estos cambios de temperatura en los registros mundiales, los cuales varían naturalmente por aproximadamente 0,08C° de año a año.
No obstante, sustituir dicho 20 por ciento es imposible. Estados Unidos produce cerca de la mitad del maíz del mundo y si convirtiéramos cada grano en etanol todavía nos faltaría un 40 por ciento para alcanzar el objetivo determinado por el presidente Bush. Para cumplirlo, necesitaríamos encontrar una manera económica de hacer etanol de materiales de plantas más crudas -el denominado etanol "celulósico"-. No importa cuánto dinero gasten los gobiernos, a pesar de décadas de investigación, nadie ha podido descifrar cómo hacerlo de manera económica.
Por supuesto que no quemaremos por completo nuestra cosecha de maíz. Sin embargo, la tendencia continuará hasta que la inflación de los precios de los alimentos sea insostenible. En los países en desarrollo habrá más protestas, algunas muy violentas, mientras que en el resto del mundo no se podrá detectar ni un ápice de cambio en el clima gracias al etanol.
Como Ashock Gulatoi, director del Food Policy Research Institute de Washington, le dijo al Financial Times hace poco: "En última instancia hay un costo de oportunidad entre llenar los estómagos y llenar los tanques de diésel (o etanol) en los carros y camiones".
El triste hecho es que el caos en Haití es solamente el comienzo de un terremoto civil masivo, que se desencadenará conforme se establezcan más y más políticas absurdas en nombre del calentamiento global. Esperen que la próxima explosión sea en América Latina.
* Patrick J. Michaels es miembro del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) y académico titular del Cato Institute.
Los hambrientos salen de nuevo a las calles
Volvemos a ver en muchas ciudades del mundo disturbios por la carestía de los alimentos. Esto revela hasta qué punto está podrido el corazón de la política y la economía de tantos países en vías de desarrollo
POR RAJ PATEL 19/04/2008
Recientemente, los precios de los alimentos han experimentado en todo el mundo unas subidas extraordinarias. Tanto es así, que Naciones Unidas ha anunciado que necesitan 500 millones de dólares antes de que transcurra un mes a fin de evitar que se produzca una hambruna generalizada. El pasado marzo, el precio del arroz subió en los mercados asiáticos un 30% en un solo día. Ésta y otras subidas de precios son el resultado de una tormenta perfecta en la que se han combinado los efectos de las malas cosechas, la escasez de alimentos almacenados, la sustitución de cultivos de alimentos por otros que producen biocombustibles, el aumento de la demanda de carne, el precio récord del petróleo, y la especulación financiera...
Los disturbios por la comida son un síntoma agudo de la ausencia de una verdadera democracia. En Haití prospera hoy la industria de las "galletas de barro", hechas con margarina, sal y arcilla.
El aumento del coste de los alimentos ha llegado a ser tan grave que incluso se ha inventado un nombre para bautizarlo: agroflación (agflation). Una fea palabra, sin duda, cuyos efectos son todavía más feos. Y que ha producido el regreso de una de las formas de activismo colectivo más antiguas del mundo: los disturbios callejeros de los hambrientos.
"Antes ganábamos 14 dólares a la semana y nos llegaba justo para ganarnos la vida. Pero desde que han subido tanto los precios, no nos alcanza para vivir. Nos limitamos a existir". La mujer que pronunció esta frase podría haber sido ciudadana de cualquiera de los países pobres donde, durante los últimos meses, se han producido disturbios callejeros provocados por la agroflación. Pero estas frases desesperadas fueron pronunciadas en Nueva York, el año 1971, y las dijo una de las Mujeres Judías del East Side que protestaban por los precios inalcanzables que los alimentos tenían en aquel momento en la ciudad. Sus circunstancias encuentran un eco en la actualidad.
Y es que la similitud entre las protestas históricas y las de este comienzo del siglo XXI no es meramente cosmética. Vale la pena analizar los vínculos entre los precios de los alimentos y la inestabilidad política. Muchas de las protestas actuales han ocurrido en países considerados como bastiones de la estabilidad. Ha habido revueltas en ciudades de Mauritania, Senegal y Burkina Faso, por ejemplo. Pero estos disturbios se han distribuido de forma irregular.
En Haití, uno de los países más pobres del hemisferio occidental, el hambre ha propiciado en los últimos tiempos la aparición de nuevas estrategias de supervivencia, fruto de una desesperación cada vez más acentuada. En las chabolas de Cité Soleil prospera hoy la industria de las "galletas de barro". Es decir, galletas hechas con margarina, sal y arcilla. La gente se las come porque no puede comprar nada mejor. Pero incluso allí la gente ha terminado saliendo a la calle y enfrentándose a las fuerzas del orden.
Haití representa un caso extremo, pero su trayectoria parece una versión acelerada del camino que van a ir siguiendo decenas de países, muchos de los cuales han sufrido años de crisis alimenticia, siempre al borde de la hambruna. Dado que los ingresos familiares en esos países se dedican en su mayor parte a la compra de alimentos, es indudable que es allí donde la agroflación tendrá efectos más dolorosos.
Ahora bien, los disturbios callejeros no se producen necesariamente en los países más pobres. Egipto y la India, por elegir dos de los países en donde ha habido recientemente manifestaciones, ocupan una posición intermedia.
¿Cómo explicar entonces la explosión de los disturbios, si su causa no es el hambre extrema? El historiador británico E. P. Thompson nos brinda alguna luz al respecto. Analizando los disturbios provocados por la carestía de los alimentos en la Inglaterra del siglo XVIII, localizó los dos factores cruciales que se suman para dar lugar a las revueltas. En primer lugar, el capitalismo trajo consigo una brutal diferencia entre lo que la gente entendía como sus derechos y las cosas que en realidad conseguía. En segundo lugar, las protestas surgían cuando los hambrientos pensaban que ésa era la única forma de hacerse oír.
La suma de estos dos criterios, a saber, la distancia muy marcada entre aquello a lo que uno cree tener derecho y aquello que en realidad obtiene, por un lado; y, por otro, el que no haya mejor manera de articular una protesta política que mediante la protesta callejera, permite explicar los disturbios causados por la falta de comida en circunstancias diversas. Esta clase de disturbios fueron frecuentes en Europa hasta la mitad del siglo XIX, pues entonces Europa comenzó a importar cereales procedentes de sus colonias para alimentar así a sus masas de trabajadores. Paralelamente, las protestas callejeras fueron sustituidas por otro tipo de actividades más sofisticadas y coordinadas, como las huelgas.
Los disturbios reaparecieron en Estados Unidos justo al término de la Primera Guerra Mundial. Las mujeres estaban en la primera línea de las manifestaciones en Filadelfia, Chicago, Toronto y Nueva York, por ejemplo. Esas mujeres creían tener el derecho de alimentar a sus familias. Cosa cada vez más imposible, debido a la fuerte inflación que se produjo al terminar la guerra. Además, esas mismas mujeres estaban excluidas de la participación política y no tenían más alternativa que la protesta callejera. En cuanto las mujeres consiguieron el derecho a voto y comenzó a producirse una mejor redistribución de los bienes, los disturbios por la carestía de los alimentos fueron perdiendo fuerza.
Así pues, la historia nos dice que prestemos atención a ambos factores, la distancia entre expectativas y realidades, por un lado, y por otro la inexistencia de un auténtico sistema democrático. Se producen disturbios callejeros por la comida en aquellos países en donde las subidas rápidas de los precios hacen prohibitiva la compra de alimentos. Y en donde, además, el desarrollo ha agudizado las desigualdades económicas entre sus propios ciudadanos, lo cual hace que crezcan las expectativas al tiempo que las probabilidades de satisfacerlas van disminuyendo. Son países en donde el abismo entre expectativas y logros se ha hecho enorme. Al mismo tiempo, los disturbios ocurren en países que sólo tienen sistemas de participación meramente formal, de manera que los pobres no encuentran modos eficaces de expresar su descontento.
En otras palabras, los disturbios por la comida son un síntoma agudo de la ausencia de una verdadera democracia, junto con una grave disminución de la posibilidad de obtener aquello a lo que los ciudadanos creen tener derecho. Desde Haití hasta la India, este doble deterioro tiene una causa común. Ambos son subproductos de las políticas de desarrollo aplicadas con criterios neoliberales. Aunque se ha hecho correr la especie de que ya no tiene validez ni se sigue aplicando, en realidad el llamado "consenso de Washington" sigue vigente, y ha supuesto para los países en vías de desarrollo un recorte radical de las ayudas de los Estados a los pobres, y, además, una profundización del hiato entre expectativas y realidades.
Además, las políticas de austeridad impuestas a esos países requieren la intervención de gobiernos capaces de ignorar las presiones democráticas de sus ciudadanos. Las instituciones financieras internacionales les conceden créditos solamente si ponen en marcha políticas de austeridad, por mucho que se quejen sus ciudadanos. Esas mismas instituciones incentivan a los gobiernos a acallar las protestas populares. De modo que, finalmente, en lugar de un debate democrático en esos países apenas si se produce una escenificación políticamente inocua de la "participación" ciudadana, lo cual permite seguir poniendo en práctica políticas de desarrollo contrarias a la voluntad de las mayorías.
Frustradas las expectativas, y sin nada que permita a los ciudadanos expresar sus necesidades, la agroflación provoca una conmoción social que puede conducir a la revuelta popular. El hecho de que volvamos a ver en las ciudades del mundo disturbios ocasionados por la carestía de los alimentos muestra hasta qué punto está podrido el corazón mismo de las economías y los sistemas políticos de muchos países en vías de desarrollo. Y qué descomunal es el fracaso de las instituciones internacionales que han pretendido llevar el desarrollo económico y democrático tanto a los países donde hay disturbios como a aquellos en donde no se han producido.
FE DE ERRORES
Los disturbios callejeros por la carestía de alimentos en el East Side de Nueva York, a los que se refiere Raj Patel en su artículo Los hambrientos salen de nuevo a las calles publicado el 19 de abril, se produjeron en 1917, no en 1971.
Raj Patel es autor de Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial (Los Libros del Lince). Traducción de Enrique Murillo.
Etiquetas: Alimentos
Hemos visto las estadísticas aterradoras, los disturbios y las colas para conseguir alimentos en todas partes. ¿Ha entrado el mundo en una especie de trampa malthusiana permanente? ¿O existe alguna forma de salir de la crisis alimentaria mundial? Josette Sheeran, directora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, dice que la situación es muy mala, pero que es posible resolverla.
Foreign Policy: Parece como si la atención a la crisis alimentaria global no hubiera alcanzado masa crítica hasta los últimos meses y semanas. ¿Por qué?
Josette Sheeran: El Programa Mundial de Alimentos actúa como el canario en las minas de carbón. Como nos ocupamos del abastecimiento de comida para las poblaciones más vulnerables del mundo, nos dimos cuenta antes. Algunas instituciones, como el Instituto Internacional de Investigación sobre Política Alimentaria, llevan ya tiempo advirtiendo de que la dinámica de los suministros mundiales de alimentos estaba empezando a ser muy precaria. Pero creo que fue en junio, cuando los precios iniciaron una agresiva espiral de aumentos, cuando el planeta, por fin, empezó a prestar atención. Y los disturbios por comida que han estallado en 34 países han ayudado a crear una conciencia política. La agricultura no ha sido una máxima prioridad para los principales gobernantes del planeta, y estos hechos están haciendo que los líderes le dediquen toda la atención que necesita. Pero ha hecho falta que ocurrieran sucesos muy llamativos.
FP: ¿Cree que ha tenido las respuestas que deseaba de los responsables políticos, o todavía no existe una conciencia clara de la gravedad del problema?
JS: La gente comprende que estamos ante una crisis de tipo humanitario que va en aumento, pero no estoy segura de que se dé cuenta del todo de la energía y las inversiones que necesitamos para solucionar el problema de los suministros. Estamos empezando a ver que es preciso combinar estas soluciones con respuestas a las necesidades de emergencia. Lo fundamental es que los dirigentes políticos han asumido la cuestión. Tiene que ser una cosa por la que se interesen los ministros de Hacienda, y no sólo los de Agricultura y Bienestar Social. La crisis alimentaria influirá en las economías, el crecimiento, el alivio de la pobreza y las futuras generaciones de los países afectados. Y necesitamos soluciones a corto y a largo plazo.
FP: ¿Puede predecir qué países van a sufrir una escasez grave y dónde habrá que concentrar la ayuda, o es imposible de saber?
JS: Llevamos a cabo una amplia vigilancia de los alimentos y las cosechas en colaboración con la Organización para la Alimentación y la Agricultura de la ONU, y además examinamos todas las proyecciones de Estados Unidos, Europa y otros lugares. La producción global de alimentos ha disminuido durante un par de años, aunque no mucho. Pero en un año concreto, incluso en las mejores circunstancias, no puede aumentar más que en cantidades de una sola cifra, por más que las cosechas y el tiempo sean favorables. Así que no contamos con que haya una gran explosión en el suministro. Confiamos en que permanezca igual o incluso veamos cierto incremento. El problema es que, en los países en vías de desarrollo, los agricultores no están plantando como solían porque no tienen dinero para pagar los insumos. Eso podría complicar la crisis y necesita que la comunidad mundial se implique.
FP: ¿Dónde ve las mayores posibilidades de grandes disturbios, sufrimiento o hambruna?
JS: Los indicadores clave que estudiamos son los países que dependen de las importaciones, porque vemos una enorme presión sobre su capacidad de obtener suficientes alimentos para satisfacer sus necesidades. Los que sufren una tensión añadida, como un conflicto o una situación climatológica grave -como los países del África occidental y subsahariana, Afganistán, Bangladesh y otros- nos parecen especialmente vulnerables al desastre en unos momentos en los que tratan de hacer frente al aumento desorbitado del precio de los alimentos.
FP: Su organización ha anunciado un déficit de 755 millones de dólares (unos 496 millones de euros) debido a ese aumento del precio de los alimentos. ¿De dónde va a salir el dinero?
JS: Tenemos un presupuesto base de 2.900 millones de dólares, todo él procedente de donaciones voluntarias, por lo que tenemos que lograr recaudar ese dinero. Ahora, esos 2.900 millones de dólares necesitan 755 millones [más] sólo para poder llevar a cabo nuestro programa actual de trabajo, que comprende Darfur, el norte de Uganda, Afganistán, los refugiados iraquíes.... Por eso hemos hecho un llamamiento de emergencia extraordinario. Llevo cuatro meses viajando y trabajando con los gobiernos para intentar responder a esa llamada. He testificado en dos ocasiones ante el Parlamento Europeo; el lunes voy a hacerlo ante el Parlamento Británico; he acudido al Congreso estadounidense en numerosas ocasiones; me estoy reuniendo con la Administración Bush; a mediados de mayo iré a Japón y luego a los países del Golfo. Es un llamamiento mundial, que creemos que exige una asignación de recursos extraordinaria, especial, como haría el mundo en el caso de un tsunami o un terremoto. Estamos ante un tsunami silencioso que está afectando a casi todos los países en vías de desarrollo.
FP: Esta situación parece ser tan mala como podía imaginarse, o peor. ¿Hay algún motivo para el optimismo?
JS: Soy optimista porque el mundo sabe cómo vencer el ciclo de hambre y sabe cómo producir suficientes alimentos para la población. Gran parte del hambre mundial -tal vez la mitad- es un problema de infraestructuras y distribución. Vemos que en los países en vías de desarrollo se pierde hasta la mitad de los alimentos porque no hay forma de llevarlos a los mercados. Vemos que algunos casi no existen, por lo que no hay forma de que el comprador y el vendedor tengan contacto. Todas esas cosas se pueden resolver. No hace falta ningún gran descubrimiento científico ni un equipo de premios Nobel para averiguar cómo producir suficientes alimentos para el planeta. Tenemos que centrar nuestra atención en una revolución verde en África que permita romper ese ciclo. En cierto modo, la subida de los precios de los alimentos puede animar a más gente a seguir dedicándose a la agricultura porque es una buena inversión. Pero habrá un desfase entre lo que confío que sea una sólida respuesta a la demanda global y lo que sé que van a ser tres o cuatro años muy difíciles.
FP: Y después, ¿qué?
Parte uno...
Parte III
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...y segunda parte