El que sigue es un ensayo publicado en la revista El Ciervo, en diciembre de 2007. Es un tema sobre el que es bueno regresar cada vez, para vacunarnos adecuadamente de los recurrentes nacionalismos
Ensayo del mes
Qué es una nación
José Sols Lucia
En los dos últimos siglos se ha producido una confusión semántica al hablar de nación y, por tanto, de nacionalismos. Recordemos primero que “nación” es un término que viene del latín, del sustantivo “natio, nationis” y del verbo “nasci”, “nacer”. En la Antigua Roma, “natio” era el grupo de gente nacida en un mismo lugar. En la Biblia, el término hebreo “goyím”, “naciones”, en plural, se aplicaba a todos los pueblos extranjeros. Para Israel se hablaba de “pueblo”, “‘am”, no de “nación”, “goy”.
Siglos más tarde, en la Baja Edad Media, en Inglaterra, se llamaba “nation” a un grupo de estudiantes procedentes de una misma región. Los colonos europeos de Norteamérica denominaron “nations”, en inglés, a los pueblos indígenas, aunque, más tarde, cuando al nuevo país se le denominó “nation”, aquellos pueblos pasaron a ser llamados “tribus”, “tribes”. Además, los juristas ingleses del siglo xvi traducían la expresión “ius gentium” como “derecho de las naciones”, y a finales del siglo xviii, Jeremy Bentham incorporó en su lugar la expresión “derecho internacional”, que ha llegado hasta nuestros días: “internacional” significa “entre naciones”.
Siglos más tarde, en la Baja Edad Media, en Inglaterra, se llamaba “nation” a un grupo de estudiantes procedentes de una misma región. Los colonos europeos de Norteamérica denominaron “nations”, en inglés, a los pueblos indígenas, aunque, más tarde, cuando al nuevo país se le denominó “nation”, aquellos pueblos pasaron a ser llamados “tribus”, “tribes”. Además, los juristas ingleses del siglo xvi traducían la expresión “ius gentium” como “derecho de las naciones”, y a finales del siglo xviii, Jeremy Bentham incorporó en su lugar la expresión “derecho internacional”, que ha llegado hasta nuestros días: “internacional” significa “entre naciones”.
La nación de ciudadanos. Pero es a finales del siglo xviii, concretamente en la Francia revolucionaria, cuando empiezan los problemas semánticos. Los revolucionarios franceses utilizaron abundantemente el término “nation”. Para ellos, nación era toda la sociedad francesa, sin diferencia entre individuos, lo que ponía fin a la idea de estamentos sociales. Aquí nace el concepto de “nación de ciudadanos”, de origen jacobino, que pone el acento en la idea de ciudadanía, de igualdad de derechos de todos los individuos, y no carga las tintas ni en lo cultural, ni en lo lingüístico, ni en lo histórico. La nación descansa aquí sobre tres conceptos: individuo, sociedad, Estado. El individuo tiene derechos, y los ejerce en sociedad; el Estado es la estructura de poder que protege y armoniza en la sociedad los derechos de todos los individuos. Curiosamente, esta idea de nación ha calado a lo largo del siglo xx en movimientos revolucionarios de países con dictaduras o con altos índices de pobreza, autodenominados “movimientos de liberación nacional”, como por ejemplo el FMLN salvadoreño (Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional).
La nación de nacionalistas. En el siglo xix, el Romanticismo, movimiento cultural de carácter historicista, se autobautizó como “renacimiento cultural” de aquello que se estaba perdiendo con la racionalidad científica propia de la Ilustración. Con él apareció una nueva idea de nación, entendida como toda aquella colectividad, ligada a un territorio relativamente grande (región, Estado, pero no ciudad), enmarcada en una tradición cultural que incluía idioma, literatura, historia, mitología, pintura, música, arquitectura, danza, festividades, juegos, costumbres y estilo de vida. Aquí el peso semántico ya no estaba en la ciudadanía, sino en lo cultural. Frente a la “nación de ciudadanos”, tenemos ahora la “nación de nacionalistas”. No siempre fue el concepto de “nación” el que canalizó este renacimiento cultural. También lo hicieron la palabra “región” y la palabra “renacimiento” (por ejemplo, la “renaixença” catalana).
Si en la “nación de ciudadanos” hablábamos de “sociedad”, en la “nación de nacionalistas” tenemos que hablar de “comunidad”. Aquí, la nación es una comunidad formada por miembros que comparten cultura e historia. Si la sociedad de la “nación de ciudadanos” era simplemente el espacio de convivencia armónica de ciudadanos en un mismo Estado, la comunidad de la “nación de nacionalistas” comporta una identidad cultural e histórica colectiva. Las cosas se van complicando. En la nación de los nacionalistas, lo primero es el colectivo, la comunidad, y los individuos descubren su identidad en su relación con el colectivo. Hay un desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo. Entramos en categorías veterotestamentarias, semíticas: en el Antiguo Testamento, era antes el pueblo que el individuo. El marxismo retomó este lenguaje colectivista: es antes la clase obrera que el individuo. Y la teología de la liberación hizo lo propio en la América Latina de los años 70: es antes el pueblo que el individuo.
Un mismo peligro. Paradójicamente, en ambas concepciones de nación, aparece el mismo peligro. En la “nación de nacionalistas”, el desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo provoca que las personas concretas y reales sean disueltas y burdamente clasificadas en “una” cultura, “una” nación, “una” historia, “un” idioma, lo cual puede ser nefasto si pensamos que la realidad humana suele ser mucho más compleja y matizada. En la “nación de ciudadanos”, en ocasiones se ha actuado en la práctica como “nación de nacionalistas”, evitando utilizar el lenguaje propio de ésta. Por ejemplo, Francia es un país aparentemente modélico de nación de ciudadanos, y sin embargo no le tembló el pulso cuando reprimió idiomas distintos al de Molière: el bretón, el catalán, el vasco, algo menos el alsaciano. La teórica nación de ciudadanos resultó ser en la práctica, en ocasiones, una nación de nacionalistas. Los antinacionalistas reivindican el concepto de “nación de ciudadanos” y se resisten a reconocer la componente nacionalista que hay en la realidad de la nación jacobina.
Y con el siglo XX llegó la confusión. Así, entramos en el siglo xx con dos significados de la palabra “nación”: el jacobino (“todos los ciudadanos de un Estado”) y el nacionalista (“todas las personas que comparten una misma tradición cultural y un mismo territorio”). Aunque la expresión “ius gentium” ya daba una cierta idea de que cuando hablábamos de “naciones” nos estábamos refiriendo a “Estados”, pues son éstos los únicos que pueden legislar, el lío semántico de hecho llega cuando, tras la Primera Guerra Mundial, surge una organización que pretende garantizar la paz en el mundo, una institución que, en lugar de llamarse “Sociedad de Estados”, se denomina “Sociedad de Naciones”. Por si esto fuera poco, tras el fracaso de esta institución con el ascenso de los fascismos en los años 30, el organismo que le sustituye tras la Segunda Guerra Mundial no escoge otro nombre que éste: “Organización de Naciones Unidas” (ONU).
La confusión está servida. Se identifica “nación” con “Estado”. A partir de este momento, cualquier colectividad humana que se sienta nación deberá tener un Estado propio, pues de lo contrario no será nada en el panorama de las “naciones” del mundo. Esto introduce una lucha agotadora por el problema del reconocimiento, el gran problema identitario de los nacionalismos: mientras Cataluña, Euskadi o el Kurdistán no tengan Estado propio, no serán consideradas “naciones” en el atlas mundial; en cambio, sí están ya reconocidos como naciones pulgarcitos como San Marino, Liechtenstein, Andorra o Luxemburgo. Absurdo.
Mucho mejor nos habrían ido las cosas si no hubiéramos identificado “nación” con “Estado”. De no haberlo hecho, habríamos tenido, por un lado, sin duda, un atlas de Estados, y por otro lado, seguramente, algo así como un atlas de naciones, dado que éstas no serían lo mismo que aquéllos. Las naciones habrían podido existir y ser reconocidas sin la necesidad de tener un Estado propio. ¡Cuántas angustias y cuánta sangre nos habríamos ahorrado! Si se me permite un mal ejemplo: la denominación de origen de los vinos (Burdeos, Rioja, Priorato) no necesita de un Estado propio; es una realidad identitaria con fuerza en sí misma. Algo así habrían sido las naciones sin su supuesta equiparación con los Estados: realidades culturales y sociales con fuerte entidad, sin depender de su equiparación con un Estado. Otro ejemplo, quizás mejor: el nacionalismo gallego.
Hacia una superación del problema. El problema que tiene el concepto de “nación” es que no logra sacudirse de encima su origen etimológico: “nasci”, nacer. Así, la supuesta “nación ideal” sería aquella colectividad humana, con conciencia de tal colectividad, que compartiese una tierra, que fuera la misma en la que nacieron, vivieron y murieron sus antepasados; una colectividad en la que se hablase un mismo idioma, único y distinto al de sus vecinos; con unas tradiciones, unas costumbres, un cierto estilo de vida común; y con suficiente riqueza, poder y voluntad para constituirse en estructura política independiente. El problema es que esto hace muchos años que dejó de existir, si es que realmente existió alguna vez.
El mundo en el que entramos, global, hace imposible este cuento de hadas. Por ello, conviene que seamos maduros y partamos de la realidad histórica. Y conviene que conservemos sólo lo mejor del nacionalismo y desechemos para siempre lo peor. Lo mejor ha sido el logro de la vida en común en sociedades modernas relativamente grandes, muy distintas de las medievales y de las antiguas: compartir idioma o idiomas, costumbres, cultura, geografía. Lo peor ha sido la reducción de la complejidad de la realidad humana a una comunidad uniforme y monolítica, no respetuosa de la pluralidad interior, donde el individuo queda sometido al clan; una comunidad que necesita de un enemigo exterior para poder conservar su supuesta identidad colectiva; una comunidad vampira que necesita la sangre del enfrentamiento para poder tener identidad.
En el siglo xxi, el debate acerca de qué es una nación es estéril por la confusión semántica que se ha creado en el siglo anterior. Todo apunta a que vamos a arrastrar este equívoco durante décadas, quizá siglos. Si nos propusiéramos acabar con él, habría dos caminos posibles para lograrlo: 1) cuando nos referimos a un país, hablar siempre de “Estado”, y nunca de “nación”, como hacemos con la Organización de Estados Americanos (OEA), y dejar con ello el término “nación” sólo para expresiones culturales. O bien, 2) cuando nos referimos a un país, seguir hablando de “nación”, y buscar entonces un término alternativo para la identidad cultural; sugerimos “pueblo”, o quizás en plural, “pueblos”.
No parece que esto se vaya a resolver pronto: pensemos en Cataluña, Euskadi, Irlanda del Norte, Palestina, Kurdistán, Bélgica, Sáhara Occidental, Chechenia, India, realidades históricas donde no se ha logrado una articulación de lo nacional, lo político, lo cultural, lo lingüístico, lo geográfico, aceptada por todos los miembros de una misma sociedad. Más que en la clarificación semántica, siempre deseable, el gran reto está en la construcción real de sociedades, con expresiones culturales constituidas en unidad estructural, vertebradas políticamente a partir de un abanico de individuos y comunidades tan amplio como sea necesario.
La nación de nacionalistas. En el siglo xix, el Romanticismo, movimiento cultural de carácter historicista, se autobautizó como “renacimiento cultural” de aquello que se estaba perdiendo con la racionalidad científica propia de la Ilustración. Con él apareció una nueva idea de nación, entendida como toda aquella colectividad, ligada a un territorio relativamente grande (región, Estado, pero no ciudad), enmarcada en una tradición cultural que incluía idioma, literatura, historia, mitología, pintura, música, arquitectura, danza, festividades, juegos, costumbres y estilo de vida. Aquí el peso semántico ya no estaba en la ciudadanía, sino en lo cultural. Frente a la “nación de ciudadanos”, tenemos ahora la “nación de nacionalistas”. No siempre fue el concepto de “nación” el que canalizó este renacimiento cultural. También lo hicieron la palabra “región” y la palabra “renacimiento” (por ejemplo, la “renaixença” catalana).
Si en la “nación de ciudadanos” hablábamos de “sociedad”, en la “nación de nacionalistas” tenemos que hablar de “comunidad”. Aquí, la nación es una comunidad formada por miembros que comparten cultura e historia. Si la sociedad de la “nación de ciudadanos” era simplemente el espacio de convivencia armónica de ciudadanos en un mismo Estado, la comunidad de la “nación de nacionalistas” comporta una identidad cultural e histórica colectiva. Las cosas se van complicando. En la nación de los nacionalistas, lo primero es el colectivo, la comunidad, y los individuos descubren su identidad en su relación con el colectivo. Hay un desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo. Entramos en categorías veterotestamentarias, semíticas: en el Antiguo Testamento, era antes el pueblo que el individuo. El marxismo retomó este lenguaje colectivista: es antes la clase obrera que el individuo. Y la teología de la liberación hizo lo propio en la América Latina de los años 70: es antes el pueblo que el individuo.
Un mismo peligro. Paradójicamente, en ambas concepciones de nación, aparece el mismo peligro. En la “nación de nacionalistas”, el desplazamiento del sujeto individual al sujeto colectivo provoca que las personas concretas y reales sean disueltas y burdamente clasificadas en “una” cultura, “una” nación, “una” historia, “un” idioma, lo cual puede ser nefasto si pensamos que la realidad humana suele ser mucho más compleja y matizada. En la “nación de ciudadanos”, en ocasiones se ha actuado en la práctica como “nación de nacionalistas”, evitando utilizar el lenguaje propio de ésta. Por ejemplo, Francia es un país aparentemente modélico de nación de ciudadanos, y sin embargo no le tembló el pulso cuando reprimió idiomas distintos al de Molière: el bretón, el catalán, el vasco, algo menos el alsaciano. La teórica nación de ciudadanos resultó ser en la práctica, en ocasiones, una nación de nacionalistas. Los antinacionalistas reivindican el concepto de “nación de ciudadanos” y se resisten a reconocer la componente nacionalista que hay en la realidad de la nación jacobina.
Y con el siglo XX llegó la confusión. Así, entramos en el siglo xx con dos significados de la palabra “nación”: el jacobino (“todos los ciudadanos de un Estado”) y el nacionalista (“todas las personas que comparten una misma tradición cultural y un mismo territorio”). Aunque la expresión “ius gentium” ya daba una cierta idea de que cuando hablábamos de “naciones” nos estábamos refiriendo a “Estados”, pues son éstos los únicos que pueden legislar, el lío semántico de hecho llega cuando, tras la Primera Guerra Mundial, surge una organización que pretende garantizar la paz en el mundo, una institución que, en lugar de llamarse “Sociedad de Estados”, se denomina “Sociedad de Naciones”. Por si esto fuera poco, tras el fracaso de esta institución con el ascenso de los fascismos en los años 30, el organismo que le sustituye tras la Segunda Guerra Mundial no escoge otro nombre que éste: “Organización de Naciones Unidas” (ONU).
La confusión está servida. Se identifica “nación” con “Estado”. A partir de este momento, cualquier colectividad humana que se sienta nación deberá tener un Estado propio, pues de lo contrario no será nada en el panorama de las “naciones” del mundo. Esto introduce una lucha agotadora por el problema del reconocimiento, el gran problema identitario de los nacionalismos: mientras Cataluña, Euskadi o el Kurdistán no tengan Estado propio, no serán consideradas “naciones” en el atlas mundial; en cambio, sí están ya reconocidos como naciones pulgarcitos como San Marino, Liechtenstein, Andorra o Luxemburgo. Absurdo.
Mucho mejor nos habrían ido las cosas si no hubiéramos identificado “nación” con “Estado”. De no haberlo hecho, habríamos tenido, por un lado, sin duda, un atlas de Estados, y por otro lado, seguramente, algo así como un atlas de naciones, dado que éstas no serían lo mismo que aquéllos. Las naciones habrían podido existir y ser reconocidas sin la necesidad de tener un Estado propio. ¡Cuántas angustias y cuánta sangre nos habríamos ahorrado! Si se me permite un mal ejemplo: la denominación de origen de los vinos (Burdeos, Rioja, Priorato) no necesita de un Estado propio; es una realidad identitaria con fuerza en sí misma. Algo así habrían sido las naciones sin su supuesta equiparación con los Estados: realidades culturales y sociales con fuerte entidad, sin depender de su equiparación con un Estado. Otro ejemplo, quizás mejor: el nacionalismo gallego.
Hacia una superación del problema. El problema que tiene el concepto de “nación” es que no logra sacudirse de encima su origen etimológico: “nasci”, nacer. Así, la supuesta “nación ideal” sería aquella colectividad humana, con conciencia de tal colectividad, que compartiese una tierra, que fuera la misma en la que nacieron, vivieron y murieron sus antepasados; una colectividad en la que se hablase un mismo idioma, único y distinto al de sus vecinos; con unas tradiciones, unas costumbres, un cierto estilo de vida común; y con suficiente riqueza, poder y voluntad para constituirse en estructura política independiente. El problema es que esto hace muchos años que dejó de existir, si es que realmente existió alguna vez.
El mundo en el que entramos, global, hace imposible este cuento de hadas. Por ello, conviene que seamos maduros y partamos de la realidad histórica. Y conviene que conservemos sólo lo mejor del nacionalismo y desechemos para siempre lo peor. Lo mejor ha sido el logro de la vida en común en sociedades modernas relativamente grandes, muy distintas de las medievales y de las antiguas: compartir idioma o idiomas, costumbres, cultura, geografía. Lo peor ha sido la reducción de la complejidad de la realidad humana a una comunidad uniforme y monolítica, no respetuosa de la pluralidad interior, donde el individuo queda sometido al clan; una comunidad que necesita de un enemigo exterior para poder conservar su supuesta identidad colectiva; una comunidad vampira que necesita la sangre del enfrentamiento para poder tener identidad.
En el siglo xxi, el debate acerca de qué es una nación es estéril por la confusión semántica que se ha creado en el siglo anterior. Todo apunta a que vamos a arrastrar este equívoco durante décadas, quizá siglos. Si nos propusiéramos acabar con él, habría dos caminos posibles para lograrlo: 1) cuando nos referimos a un país, hablar siempre de “Estado”, y nunca de “nación”, como hacemos con la Organización de Estados Americanos (OEA), y dejar con ello el término “nación” sólo para expresiones culturales. O bien, 2) cuando nos referimos a un país, seguir hablando de “nación”, y buscar entonces un término alternativo para la identidad cultural; sugerimos “pueblo”, o quizás en plural, “pueblos”.
No parece que esto se vaya a resolver pronto: pensemos en Cataluña, Euskadi, Irlanda del Norte, Palestina, Kurdistán, Bélgica, Sáhara Occidental, Chechenia, India, realidades históricas donde no se ha logrado una articulación de lo nacional, lo político, lo cultural, lo lingüístico, lo geográfico, aceptada por todos los miembros de una misma sociedad. Más que en la clarificación semántica, siempre deseable, el gran reto está en la construcción real de sociedades, con expresiones culturales constituidas en unidad estructural, vertebradas políticamente a partir de un abanico de individuos y comunidades tan amplio como sea necesario.
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