Itinerario segregado hacia la Caracas roja
por ARTURO ALMANDOZ urbanista, Universidad Simón Bolívar, Caracas
Publicada en TODAVÍA Nº 17. Agosto de 2007
Desde la prosperidad aparente de la Venezuela del petróleo de los años treinta hasta la Caracas actual, la ciudad se ha definido por su cartografía de segregación y de marcados contrastes económicos y sociales.
Aunque propios de toda gran ciudad moderna –en especial después de los cambios en el espacio que acompañaron a la Revolución Industrial–, puede decirse que la segregación y los contrastes que produce son una de las características de las “metrópolis masificadas” de Latinoamérica desde la primera posguerra. Esa segregación avivó lo que el historiador José Luis Romero denominaba “revolución de las expectativas”, en la que convivían las normas y costumbres de los sectores sociales ya incorporados con la anomia de las masas. Mientras la americanizada burguesía parecía importar modas cada vez más contrastantes con la cultura local, su consumismo irradiaba un peligroso efecto de ostentación hacia los sectores marginales.
En Venezuela, este proceso estuvo demorado con respecto a Latinoamérica hasta finales de la dictadura de Gómez (1908-1935), cuando Caracas pasó a ser uno de los escenarios más ostensibles y volátiles de la segregación socioespacial. La avalancha de autos desbordó la capital del país petrolero y se volcó a las avenidas y autopistas diagramadas en los planes Rotival (1939) y Regulador (1951). El casco histórico se debilitó como eje central del espacio público con el crecimiento hacia el Este propuesto en el plan Rotival, y con la creación de la avenida Bolívar y otros grandes corredores comerciales en las décadas siguientes. Más tarde, el plan Regulador, con su sello modernista, desdobló el centro caraqueño en múltiples nodos según las diferentes funciones urbanas: el casco cívico-histórico; la plaza Venezuela, de pequeños rascacielos; el Chacaíto comercial y de trasbordos; las torres del Parque Central gubernamental, que reemplazaron en los setenta a esa suerte de Rockefeller Center que había sido el Centro Simón Bolívar desde los años cincuenta.
Tal despliegue se hizo al costo de fracturas espaciales y sociales; por ello la Caracas esnobista de los sesenta y los setenta creció sin prestar mayor atención a los circuitos peatonales y desconociendo la esencial necesidad de vida pública en plazas, calles y aceras... Al mismo tiempo, este modelo suburbano de división según las funciones llevó a privilegiar, acaso más tempranamente que en ninguna otra urbe latinoamericana, el valor de los centros comerciales provenientes de Norteamérica. Desde el psicodélico pero sobrio Chacaíto, emblema de la bohemia contracultural pero consumista de los sesenta, muchos centros comerciales suburbanos y metropolitanos afianzaron en las décadas siguientes el perfil “nuevo rico”, más “saudita” que cosmopolita. El más faraónico templo de ese culto fue el Centro Ciudad Comercial Tamanaco, consagrado en esa Caracas que llegaría a su fin con el Viernes Negro de febrero de 1983, cuando la tradicional fortaleza del bolívar frente al dólar comenzó a derrumbarse (marcar enlace en el titulo para ir al resto del post).
En Venezuela, este proceso estuvo demorado con respecto a Latinoamérica hasta finales de la dictadura de Gómez (1908-1935), cuando Caracas pasó a ser uno de los escenarios más ostensibles y volátiles de la segregación socioespacial. La avalancha de autos desbordó la capital del país petrolero y se volcó a las avenidas y autopistas diagramadas en los planes Rotival (1939) y Regulador (1951). El casco histórico se debilitó como eje central del espacio público con el crecimiento hacia el Este propuesto en el plan Rotival, y con la creación de la avenida Bolívar y otros grandes corredores comerciales en las décadas siguientes. Más tarde, el plan Regulador, con su sello modernista, desdobló el centro caraqueño en múltiples nodos según las diferentes funciones urbanas: el casco cívico-histórico; la plaza Venezuela, de pequeños rascacielos; el Chacaíto comercial y de trasbordos; las torres del Parque Central gubernamental, que reemplazaron en los setenta a esa suerte de Rockefeller Center que había sido el Centro Simón Bolívar desde los años cincuenta.
Tal despliegue se hizo al costo de fracturas espaciales y sociales; por ello la Caracas esnobista de los sesenta y los setenta creció sin prestar mayor atención a los circuitos peatonales y desconociendo la esencial necesidad de vida pública en plazas, calles y aceras... Al mismo tiempo, este modelo suburbano de división según las funciones llevó a privilegiar, acaso más tempranamente que en ninguna otra urbe latinoamericana, el valor de los centros comerciales provenientes de Norteamérica. Desde el psicodélico pero sobrio Chacaíto, emblema de la bohemia contracultural pero consumista de los sesenta, muchos centros comerciales suburbanos y metropolitanos afianzaron en las décadas siguientes el perfil “nuevo rico”, más “saudita” que cosmopolita. El más faraónico templo de ese culto fue el Centro Ciudad Comercial Tamanaco, consagrado en esa Caracas que llegaría a su fin con el Viernes Negro de febrero de 1983, cuando la tradicional fortaleza del bolívar frente al dólar comenzó a derrumbarse (marcar enlace en el titulo para ir al resto del post).
El culto al automóvil que se paseaba como fetiche progresista del país petrolero – tal como se evidencia todavía en los pesados ramales de autopistas, ahora desvencijados por el tiempo y la falta de mantenimiento– y la profusión de torres y rascacielos que alternaban con templos comerciales, permitieron a esa Caracas de la petrodemocracia impresionar engañosamente sobre su modernidad y a Venezuela sobre su desarrollo. Los espejismos de bonanza deslumbraron a criollos y extranjeros por igual. Además de la inmigración campesina que había comenzado a hacerse presente en la capital desde la irrupción petrolera en los treinta, decenas de miles de españoles, portugueses, italianos y centroeuropeos, así como “turcos” y “árabes” del fenecido imperio otomano, acentuaron y colorearon, en las décadas siguientes, la dinámica y el cosmopolitismo de aquella metrópoli súbita y babélica, motorizada y generosa. En términos de diversidad espacial, barrios como La Candelaria, Sabana Grande y Chacao absorbieron a muchos de los extranjeros y migrantes campesinos, quienes rápidamente mejoraron su posición social ingresando en empresas de todo tipo. Fue la época de las constructoras italianas que cementaron el furor edilicio de la autocracia progresista de Pérez Jiménez (1952-1958), de los grandes proyectos industriales de la Gran Venezuela con el primer Carlos Andrés Pérez (1974-1978) y de las más tradicionales pero a la vez transformadas formas del comercio, como las bodegas y panaderías regenteadas por españoles y portugueses. Esa inmigración europea que predominó hasta los sesenta daría paso a incontrolados contingentes andinos y caribeños en los setenta que, empujados por las crisis latinoamericanas que contrastaban con la bonanza de la Venezuela saudita, terminarían engrosando un sector informal y subempleado que ya había atraído a la migración campesina.
Antes de la inauguración del metro en 1983, la infraestructura de circulación de las grandes avenidas, así como la zonificación comercial y residencial, reflejaba en general una segregación entre la Caracas burguesa y “sifrina”, “bienuda” del Este y la ciudad del Oeste, más popular y obrera. Sin embargo, conviene recordar que, a diferencia de otras capitales latinoamericanas marcadas por una segregación socioespacial de lugares nítidamente distanciados, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río, debido en ambos casos a la geografía de la ciudad. De manera que Este y Oeste eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza terminó y las fracturas afloraron.
Los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión entre consumismo y desarrollo, sino también la apariencia de una inversión suficiente –en buena parte de iniciativa privada– que no alcanzaba a renovar la infraestructura pública. Aparte del metro y del teatro Teresa Carreño, inaugurados en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar en 1983, la capital no conoció mayores inversiones públicas en el resto de la década. Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central –las más altas de Latinoamérica por un tiempo– pasaron de ser símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a ser un imponente ejemplo de la desinversión urbana que siguió al Viernes Negro de 1983. Un destino que también sufrieron muchas de las avenidas y autopistas desde la restauración democrática de 1958, en parte como consecuencia de la miopía de regímenes empeñados en desconocer la realidad de un país con un índice de urbanización de más del 75 por ciento y que se encuentra entre los que tienen el patrón de ocupación más concentrado de América Latina.
Con la notable excepción del metro y algunos de los espacios públicos que aquél permitió renovar, Caracas era, para fines de los ochenta, una ciudad de contrastes socioespaciales y de modernidad obsoleta, cuya desvencijada infraestructura evidenciaba no solo su condición de metrópoli del Tercer Mundo, sino también el agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo político. Muchas de las ciudades venezolanas se beneficiaron del proceso de descentralización administrativa de finales de esa década, pero en la capital éste fue minado por los efectos de sucesivas revueltas populares.
Después de la Venezuela saudita
La hasta entonces pacífica dualidad de la capital venezolana cambiaría después de El Caracazo de 1989, cuando buena parte de la población de los cerros marginales bajó a saquear la ciudad consolidada, luego de las drásticas medidas promulgadas por el gobierno neoliberal del segundo Carlos Andrés Pérez (1989-1993). Ese episodio anunció el fin de la corrompida democracia bipartidista en la que Acción Democrática y COPEI habían hecho un uso alternado e ineficiente de la renta petrolera. Al mismo tiempo, significó la irrupción en la arena pública de actores sociales excluidos del clientelismo partidista y removió así la lucha de clases que el oro negro había escamoteado, a pesar de que la pobreza extrema se acercaba ya al 40 por ciento. Ese Caracazo también aceleró varios y distorsionados efectos en la estructura y la dinámica urbanas, entre ellos la colonización de los espacios públicos por parte de feriantes o buhoneros y demás trabajadores informales, que se apoderaron de las zonas peatonalizadas por el metro hacía menos de una década, de Catia a Sabana Grande.
Los escasos intentos de renovación espacial que se estimularon en esa época desde el descentralizado ámbito municipal –con Chacao como emblema– fueron desbordados por la delincuencia y la inseguridad, que invadieron la vida pública en Caracas y en otras de las grandes ciudades venezolanas, y llevaron a inusitadas formas de segregación blindada. Ello se manifiesta, desde entonces, tanto en las urbanizaciones de clase media y alta del Este y el Sudeste, que van desde casas enrejadas con accesos controlados a comunidades cerradas, como en el renovado protagonismo del centro comercial, único refugio en medio de calles tomadas por la inseguridad, la buhonería y la basura. A fines de los noventa, la inauguración del centro comercial Sambil –el de mayor superficie en Latinoamérica, cuyo prototipo ha sido repetido, incluso como parque temático, en las grandes ciudades venezolanas– y las de El Recreo y Tolón, confirmaron que los lugares comerciales caraqueños absorben funciones que en otras capitales se dan en el espacio público.
Ruralismo, buhonería y rojez
La espiral de violencia en las ciudades venezolanas, especialmente el homicidio con armas de fuego –que aumentó un 500 por ciento entre 1989 y 1999–, tuvo en Caracas su escenario emblemático y apocalíptico, desplegando un catálogo de la delincuencia que configuró una suerte de nueva urbanidad caraqueña. La criminalidad urbana, junto al agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo corrupto, terminó de abonar el terreno para que en 1999 arribara al poder Hugo Chávez, cuyo régimen ha sabido capitalizar el reclamo de autoritarismo de la violenta ciudad de los noventa, con resultados aún polémicos en términos de su aparente democracia participativa, pero ya claramente dramáticos en cuanto al deterioro capitalino.
A pesar de las proclamas igualitarias del régimen, la Caracas del chavismo ha acentuado sus segregaciones y fracturas, en buena parte como consecuencia de la inestabilidad política que alcanzó sus picos entre abril de 2002 y abril de 2003. Este período se caracterizó por enfrentamientos entre facciones opositoras y oficialistas en espacios públicos tanto tradicionales como inusitados, desde plazas locales y metropolitanas hasta urbanizaciones y autopistas. Algunas de estas ágoras improvisadas asumieron nuevos significados al ser tomadas por los bandos, pero terminarían debilitándose en términos de valores cívicos. La inestabilidad política, en niveles más profundos y estructurales, y la agresiva retórica chavista han avivado la lucha de clases, latente y solapada durante la democracia representativa, retrotrayendo a Caracas y a Venezuela toda, a la antinomia entre Oeste pobre y Este rico, ahora con una renovada artillería de conflictividad y violencia.
Si bien el gobierno intenta, comprensiblemente, fortalecer ejes de comunicación interurbanos y fluviales alternativos al del Centro-Norte costero, sus políticas populistas llevan, por ejemplo –debido al bajo costo de los servicios viales–, a una saturación automovilística comparable a la de la Caracas saudita. Así, es difícil seguir asegurando el supuesto carácter antiurbano de la revolución bolivariana. Ahora bien, la poca claridad que el chavismo tiene sobre la planificación urbana se manifiesta principalmente en el traslado del imaginario rural al centro mismo de Caracas, en el que huertas y gallineros limitan con una de las ahora deterioradas torres de Parque Central. También se deja ver en las mercaderías insalubres y piratas que han colonizado los espacios peatonales, convirtiendo a Caracas en la capital latinoamericana de la buhonería. Pero la aparición de nuevos centros comerciales, trenes de cercanías y extensiones del metro permite decir que la enrojecida capital se debate ante un doble discurso oficial sobre lo urbano: expansivo y punitivo a la vez.
Blandiendo el rojo oficialista –con una intensidad que, en la historia del caudillismo latinoamericano, puede hacer recordar a Rosas–, las huestes y vallas que ahora campean en Caracas completan el tapiz de una ciudad apocalíptica pero auroral a un tiempo, porque proclama ser meca del socialismo del siglo XXI. Si a la estrafalaria rojez oficial se le suman las alarmantes cifras de la violencia, podemos aseverar que el rojo es el color predominante de Caracas, y que la segregación es su variable urbana fundamental. Seguramente con el sesgo de mi visión pequeño-burguesa –aunque vivo en el Centro–, creo que Oeste pobre y Este rico siguen siendo los extremos de este itinerario secular, inevitablemente parcial, para explicar y entender la Caracas roja de hoy. •
Antes de la inauguración del metro en 1983, la infraestructura de circulación de las grandes avenidas, así como la zonificación comercial y residencial, reflejaba en general una segregación entre la Caracas burguesa y “sifrina”, “bienuda” del Este y la ciudad del Oeste, más popular y obrera. Sin embargo, conviene recordar que, a diferencia de otras capitales latinoamericanas marcadas por una segregación socioespacial de lugares nítidamente distanciados, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río, debido en ambos casos a la geografía de la ciudad. De manera que Este y Oeste eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza terminó y las fracturas afloraron.
Los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión entre consumismo y desarrollo, sino también la apariencia de una inversión suficiente –en buena parte de iniciativa privada– que no alcanzaba a renovar la infraestructura pública. Aparte del metro y del teatro Teresa Carreño, inaugurados en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar en 1983, la capital no conoció mayores inversiones públicas en el resto de la década. Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central –las más altas de Latinoamérica por un tiempo– pasaron de ser símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a ser un imponente ejemplo de la desinversión urbana que siguió al Viernes Negro de 1983. Un destino que también sufrieron muchas de las avenidas y autopistas desde la restauración democrática de 1958, en parte como consecuencia de la miopía de regímenes empeñados en desconocer la realidad de un país con un índice de urbanización de más del 75 por ciento y que se encuentra entre los que tienen el patrón de ocupación más concentrado de América Latina.
Con la notable excepción del metro y algunos de los espacios públicos que aquél permitió renovar, Caracas era, para fines de los ochenta, una ciudad de contrastes socioespaciales y de modernidad obsoleta, cuya desvencijada infraestructura evidenciaba no solo su condición de metrópoli del Tercer Mundo, sino también el agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo político. Muchas de las ciudades venezolanas se beneficiaron del proceso de descentralización administrativa de finales de esa década, pero en la capital éste fue minado por los efectos de sucesivas revueltas populares.
Después de la Venezuela saudita
La hasta entonces pacífica dualidad de la capital venezolana cambiaría después de El Caracazo de 1989, cuando buena parte de la población de los cerros marginales bajó a saquear la ciudad consolidada, luego de las drásticas medidas promulgadas por el gobierno neoliberal del segundo Carlos Andrés Pérez (1989-1993). Ese episodio anunció el fin de la corrompida democracia bipartidista en la que Acción Democrática y COPEI habían hecho un uso alternado e ineficiente de la renta petrolera. Al mismo tiempo, significó la irrupción en la arena pública de actores sociales excluidos del clientelismo partidista y removió así la lucha de clases que el oro negro había escamoteado, a pesar de que la pobreza extrema se acercaba ya al 40 por ciento. Ese Caracazo también aceleró varios y distorsionados efectos en la estructura y la dinámica urbanas, entre ellos la colonización de los espacios públicos por parte de feriantes o buhoneros y demás trabajadores informales, que se apoderaron de las zonas peatonalizadas por el metro hacía menos de una década, de Catia a Sabana Grande.
Los escasos intentos de renovación espacial que se estimularon en esa época desde el descentralizado ámbito municipal –con Chacao como emblema– fueron desbordados por la delincuencia y la inseguridad, que invadieron la vida pública en Caracas y en otras de las grandes ciudades venezolanas, y llevaron a inusitadas formas de segregación blindada. Ello se manifiesta, desde entonces, tanto en las urbanizaciones de clase media y alta del Este y el Sudeste, que van desde casas enrejadas con accesos controlados a comunidades cerradas, como en el renovado protagonismo del centro comercial, único refugio en medio de calles tomadas por la inseguridad, la buhonería y la basura. A fines de los noventa, la inauguración del centro comercial Sambil –el de mayor superficie en Latinoamérica, cuyo prototipo ha sido repetido, incluso como parque temático, en las grandes ciudades venezolanas– y las de El Recreo y Tolón, confirmaron que los lugares comerciales caraqueños absorben funciones que en otras capitales se dan en el espacio público.
Ruralismo, buhonería y rojez
La espiral de violencia en las ciudades venezolanas, especialmente el homicidio con armas de fuego –que aumentó un 500 por ciento entre 1989 y 1999–, tuvo en Caracas su escenario emblemático y apocalíptico, desplegando un catálogo de la delincuencia que configuró una suerte de nueva urbanidad caraqueña. La criminalidad urbana, junto al agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo corrupto, terminó de abonar el terreno para que en 1999 arribara al poder Hugo Chávez, cuyo régimen ha sabido capitalizar el reclamo de autoritarismo de la violenta ciudad de los noventa, con resultados aún polémicos en términos de su aparente democracia participativa, pero ya claramente dramáticos en cuanto al deterioro capitalino.
A pesar de las proclamas igualitarias del régimen, la Caracas del chavismo ha acentuado sus segregaciones y fracturas, en buena parte como consecuencia de la inestabilidad política que alcanzó sus picos entre abril de 2002 y abril de 2003. Este período se caracterizó por enfrentamientos entre facciones opositoras y oficialistas en espacios públicos tanto tradicionales como inusitados, desde plazas locales y metropolitanas hasta urbanizaciones y autopistas. Algunas de estas ágoras improvisadas asumieron nuevos significados al ser tomadas por los bandos, pero terminarían debilitándose en términos de valores cívicos. La inestabilidad política, en niveles más profundos y estructurales, y la agresiva retórica chavista han avivado la lucha de clases, latente y solapada durante la democracia representativa, retrotrayendo a Caracas y a Venezuela toda, a la antinomia entre Oeste pobre y Este rico, ahora con una renovada artillería de conflictividad y violencia.
Si bien el gobierno intenta, comprensiblemente, fortalecer ejes de comunicación interurbanos y fluviales alternativos al del Centro-Norte costero, sus políticas populistas llevan, por ejemplo –debido al bajo costo de los servicios viales–, a una saturación automovilística comparable a la de la Caracas saudita. Así, es difícil seguir asegurando el supuesto carácter antiurbano de la revolución bolivariana. Ahora bien, la poca claridad que el chavismo tiene sobre la planificación urbana se manifiesta principalmente en el traslado del imaginario rural al centro mismo de Caracas, en el que huertas y gallineros limitan con una de las ahora deterioradas torres de Parque Central. También se deja ver en las mercaderías insalubres y piratas que han colonizado los espacios peatonales, convirtiendo a Caracas en la capital latinoamericana de la buhonería. Pero la aparición de nuevos centros comerciales, trenes de cercanías y extensiones del metro permite decir que la enrojecida capital se debate ante un doble discurso oficial sobre lo urbano: expansivo y punitivo a la vez.
Blandiendo el rojo oficialista –con una intensidad que, en la historia del caudillismo latinoamericano, puede hacer recordar a Rosas–, las huestes y vallas que ahora campean en Caracas completan el tapiz de una ciudad apocalíptica pero auroral a un tiempo, porque proclama ser meca del socialismo del siglo XXI. Si a la estrafalaria rojez oficial se le suman las alarmantes cifras de la violencia, podemos aseverar que el rojo es el color predominante de Caracas, y que la segregación es su variable urbana fundamental. Seguramente con el sesgo de mi visión pequeño-burguesa –aunque vivo en el Centro–, creo que Oeste pobre y Este rico siguen siendo los extremos de este itinerario secular, inevitablemente parcial, para explicar y entender la Caracas roja de hoy. •
Etiquetas: América Latina, Caracas, Ciudades
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